Tutankamón disponía de un arsenal nuclear


Antes de que empiecen a leer lo que sigue debo pedirles disculpas por lo tendencioso y grosero del título de esta anotación. Sin embargo, como podrán comprobar tras su lectura, es relevante para los fines de lo que pretendo explicar así que les ruego su indulgencia.

Hace unos días varios medios de comunicación publicaron la noticia de que se ha obtenido la prueba del impacto de un cometa sobre la Tierra, así como restos macroscópicos de su núcleo. La noticia en sí ya es importante, pero lo que ha hecho que se multipliquen los comentarios y su impacto en las redes sociales es haberla relacionado con una joya encontrada en la tumba del joven faraón Tutankamón.

La historia en realidad tiene más de siete años y el artículo científico que pretenden dar a conocer los medios trata tangencialmente, siendo generosos, ese artefacto arqueológico.

Empecemos por el reciente descubrimiento

En el número de noviembre de la revista Earth and Planetary Science Letters se publicará un artículo (ya disponible en versión digital) titulado Unique chemistry of a diamond-bearing pebble from the Libyan Desert Glass strewnfield, SW Egypt: Evidence for a shocked comet fragment. Los científicos refieren que han estudiado una pequeña piedra, muy inusual ―que han llamado «Hipatia» en honor de la filósofa nacida en Alejandría― que fue recuperada en una amplia zona desértica del suroeste de Egipto. Allí se produjo un evento de recalentamiento extremo de la superficie que conformó lo que hoy se conoce como el desierto libio de cristal, con una antigüedad estimada de 28,5 millones de años.

La hipótesis para explicar los resultados de los análisis practicados sobre la roca ―donde el carbono es el elemento dominante aunque presenta proporciones heterogéneas de los isótopos de oxígeno y carbono así como de diversos gases nobles― es que nos encontramos ante los restos del núcleo de un cometa que impactó contra el suelo después de incorporar gases de la atmósfera. Su presencia en el desierto libio de cristal sugiere que esta roca pudo haber formado parte de un bólido que se fragmentó en la explosión que creó los cristales.

Como decíamos, el análisis llevado a cabo y la hipótesis planteada por los científicos ―aunque serán necesarios estudios posteriores que confirmen y corroboren los datos obtenidos― son lo suficientemente relevantes en sí mismos como para hacer contraproducente la propaganda egiptológica; sin embargo, se ha convertido en una práctica habitual utilizar titulares impactantes que atraigan lectores a la noticia: el diario ABC titula «El último secreto de Tutankhamón: una joya creada por un cometa», La Razón «El tesoro de Tutankamón evidencia el primer impacto de un cometa contra la Tierra» y Muy Interesante «Hallan evidencias del impacto de un cometa en una piedra del tesoro de Tutankhamon»

Más allá de los defectos en la ortografía, podemos comparar estos titulares con los que aparecieron en el año 2006: Astroseti, haciéndose eco de una noticia publicada en el diario británico The Times, afirmaba «El escarabajo de cristal del rey Tutankamón vino del espacio exterior»; por su parte BBC Mundo titulaba «Tutankamón y la bola de fuego» ¿Encuentran alguna semejanza?

El pectoral de Tutankamón

Pectoral hallado por Howard Carter en la KV 62 (tumba de Tutankamón)

¿A qué se refieren los titulares cuando relacionan al faraón del Antiguo Egipto con el posible núcleo de un cometa?

En realidad todo este revuelo tiene su origen en un artículo publicado en mayo de 1999 en la revista especializada Sahara por el mineralogista Vincenzo de Michele. El científico italiano decidió estudiar la composición química de una joya bastante llamativa encontrada en la tumba del rey Tutankamón, que en ese momento se hallaba expuesta en el Museo Egipcio de El Cairo. Tras realizar varios análisis ópticos (no invasivos) llegó a la conclusión de que el escarabajo central de la joya estaba compuesto de vidrio y no de calcedonia, un mineral de sílice formado por una mezcla de cuarzo y moganita, que es lo que había supuesto el arqueólogo Howard Carter cuando lo describió por primera vez. Una vez concretada la composición química del material, De Michele localizó su origen en una región del desierto del Sáhara donde desde hacía años se venía estudiando la existencia de una gran cantidad de cristales, los llamados cristales del desierto libio.

Creo que no me equivoco al pensar que, al menos, han oído alguna vez el nombre de Howard Carter. Autor del que quizás sea el descubrimiento arqueológico más importante del siglo XX, ha pasado a la historia como la persona que encontró la tumba casi intacta del rey Tutankamón y sacó a la luz no solo la momia del joven faraón (con su espectacular sarcófago), sino el magnífico conjunto de objetos que lo acompañaban.

La entrada en la tumba se realizó en noviembre de 1922, pero no fue hasta el 29 de octubre de 1926 (como podemos leer en su diario) cuando se inventarió el contenido de un joyero o cofre, catalogado con el número 267, donde se encontró el ya famoso pectoral reproducido a continuación:

Fotografía original tomada por Burton del pectoral. Etiquetado con el número 267 D del inventario (parte superior). Cortesía de The Griffith Institute

Anverso y reverso de la tarjeta original donde Howard Carter describió el pectoral nº 267 D. Cortesía de The Griffith Institute

El motivo central de este pectoral es un escarabajo de color amarillo verdoso translúcido, que sirve como cuerpo de un ave de presa (un halcón o un buitre) con las alas extendidas. El escarabajo tiene las patas de ave, en una de cuyas garras sostiene un lirio abierto y en la otra una flor de loto y varias yemas.

A cada lado hay una cobra con el disco solar en su cabeza ―la cobra wadjet se asocia con el Bajo Egipto― mientras que su larga cola forma un marco exterior en la parte superior de las alas del escarabajo. Éste se encuentra sujetando con sus patas delanteras y las puntas de sus alas una barca solar, donde viaja el ojo izquierdo de Horus ―wedjat, udjat o ugiat, símbolo lunar― así como una luna creciente horizontal que alberga un disco plateado con pequeñas figuras en oro representando a Thoth, el Rey y Ra-Horakhty. El conjunto se completa con otras dos cobras con un disco solar en su cabeza.

Como una especie de franja en la base del pectoral se aprecian flores de loto azul, yemas, y capullos de flores de papiro, todos separados en el punto donde se une el tallo de la flor y que constituyen los símbolos del Ato y Bajo Egipto.

Toda la iconografía de la pieza se asocia con los ciclos lunar y solar, la resurrección, el reinado perdurable del soberano así como con la identidad del propio Egipto.

Además de estos simbolismos, era común fabricar joyas utilizando las imágenes de los jeroglíficos para representar uno de los nombres del rey ―el rey poseía varios nombres, cinco durante la mayor parte de la historia antigua de Egipto―. En esta joya es identificable el nombre del trono de Tutankamón Neb-Jeperu-Ra: la barca solar define el jeroglífico Neb, el escarabajo en el centro la palabra Jeper que, junto con las tres flores de loto de la base del pectoral se transforma en el plural Jeperu, mientras que el disco solar de la parte superior es Ra.

El misterio

Como no podía ser de otra forma, hacía falta un misterio para que todas las piezas comenzasen a encajar.

Como hemos señalado más arriba, De Michele situó la procedencia del cristal del pectoral en una remota región del desierto del Sahara donde, en 1846, se habían encontrado una gran cantidad de ellos y cuyo origen era indeterminado. Numerosas expediciones acudieron al lugar, pese a lo recóndito, y se bautizaron las rocas como cristales del desierto libio aunque en realidad su localización se situaba en Egipto ―las fronteras eran difusas en aquella época y, desierto Libio era el nombre que, en época clásica, Herodoto había dado a la parte nororiental del desierto del Sahara―.

Por su parte, el geoquímico Christian Koeberl, de la Universidad de Viena, publicó los resultados de un análisis en profundidad de estos cristales y comprobó que eran muy ricos en sílice (entre un 96,5 y un 99%  de SiO2) y, pese a que no se había encontrado en la zona ninguna huella física, su opinión era que se habían formado tras el impacto de un meteorito.

Localización de la zona de cristales del desierto libio según el trabajo de Koeberl

Sin embargo, como hemos dicho, parecía no haber rastro alguno del impacto de un meteorito en la zona. Y es aquí donde entra la «bola de fuego» que mencionan los titulares de 2006: Mark Boslough, experto en física de impactos, planteó que el meteorito responsable de la formación de estos cristales no llegó a chocar contra la superficie sino que se habría fragmentado al entrar en la atmósfera, creando una enorme bola de fuego que habría provocado una explosión de aire tan caliente que derritió la arena y roca sobre el suelo. Recreó el efecto con la ayuda de programas informáticos para concluir que un objeto con un diámetro de 199 metros viajando a una velocidad de 20 kilómetros por segundo habría podido producir el suficiente calor (1.800 grados centígrados) como para derretir la arena y dejar a su paso una estela de cristal. La revista Science se hizo eco de su análisis, aunque su hipótesis alcanzó fama mundial cuando la BBC emitió el documental titulado «La bola de fuego del rey Tutankamón»:

Pero no todo estaba dicho, como suele ocurrir en ciencia. En octubre del año 2004 se hicieron públicos los resultados preliminares del hallazgo por parte de una misión franco-egipcia (CNRS-Universidad de El Cairo) del mayor campo de cráteres de impacto de meteoritos de la Tierra (que abarca una superficie de alrededor de 5000 km2) entre las latitudes 23o 10 y 23o 40 N y longitudes 26o 50 y 27o 35 E, una región situada a 115 kilómetros de la meseta de Gilf Kebir en el desierto occidental egipcio.

Situación del campo de cráteres de impacto. Meseta de Gilf Kebir

Tras la publicación del artículo definitivo en la revista C. R. Geoscience, supimos que gracias a la ayuda del satélite JERS-1 de la JAXA (agencia espacial japonesa), el equipo ―dirigido por el geólogo francés Philippe Paillou― había logrado detectar un centenar de impactos de entre 0,5 y 2 kilómetros de diámetro y con una profundidad de hasta 80 metros. Se realizó una expedición al lugar y se examinaron con detalle 13 de estos puntos de colisión.

La conclusión que alcanzaron los científicos fue que varios meteoritos se fragmentaron al entrar en la atmósfera terrestre y colisionaron contra la superficie ya que la ruptura de un solo meteorito no habría podido provocar los cráteres en un espacio tan enorme. Según refieren, los estudios químicos y la determinación de la antigüedad de los cráteres de impacto se han dejado para estudios posteriores.

Crater GKCF13 de 950 m. de diametro

Hasta aquí la información ofrecida por los estudios científicos.

Cuando se comprobó que el cristal de la joya hallada en la tumba del rey Tutankamón tenía 29 millones de años de antigüedad, los defensores de las teorías pseudocientíficas comenzaron su labor de intoxicación habitual afirmando, entre otras cosas, que los egipcios (como el cristal) provenían del espacio exterior, que éste era el producto del estallido de un arma atómica —extrapolando los efectos de la creación de cristales tras la detonación de la bomba atómica en el desierto de Nuevo México en 1945— y otras mucho más extravagantes (si es que eso es posible).

¿Guardan relación los campos de cráteres de impacto descubiertos por el equipo de Paillou con la zona donde se han hallado los cristales del desierto libio? Hasta la publicación del artículo con el que iniciábamos esta anotación, la opinión general era que uno o varios meteoritos eran responsables del suceso; sin embargo, los nuevos hallazgos conducen a la idea de que se trataba de un cometa. Creo que estas son las cuestiones a resolver y lo que debería llamar nuestra atención y la de los medios de comunicación.

Sin entrar a fondo en la valoración de las diferentes teorías acerca de la formación de los famosos cristales —posturas que se irán aclarando cuando se realicen nuevas investigaciones— opino que los descubrimientos científicos son importantes en sí mismos, y que el hecho de intentar responder cuestiones fundamentales acerca de la formación de nuestro Sistema Solar supone un reto lo suficientemente complejo como para que los medios de comunicación empañen la labor de los investigadores con titulares sensacionalistas.

Como he hecho yo mismo al titular esta anotación, es innecesario, engañoso y aleja la atención de lo verdaderamente relevante. El público asociará Egipto con extraterrestres (alimentando el mito de la construcción de las pirámides y demás) mientras que el verdadero descubrimiento científico pasará desapercibido.

Del mismo modo, tampoco es preciso envolver en un aura de misterio la formidable labor de los orfebres del Antiguo Egipto para dar a conocer y valorar su trabajo. La joya que hemos reproducido es lo suficientemente bella, y su factura lo bastante compleja, como para desmerecer esa labor haciendo afirmaciones pseudocientíficas carentes de toda base sobre su propósito u origen. Sostener que unos extraterrestres crearon la joya es, sencillamente, un insulto a nuestro pasado, a quienes somos.


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