La buscadora


El frío viento nocturno se colaba por las rendijas de la desvencijada casa. Ese silbido agudo y el sordo entrechocar de las ventanas impedía que nadie pudiera conciliar el sueño, aunque tampoco ayudaba el hecho de que hubiese comenzado a llover con fuerza hacía apenas unos minutos. Así las cosas, los ocupantes de la casa se dedicaron a asegurar bien puertas y ventanas, así como a colocar cazos y otros cacharros allí donde el agua comenzaba a colarse por las goteras. Estaba claro que la casa había visto tiempos mejores. Cuando terminó de ayudar a su madre y a su hermano para evitar que la tormenta se llevara la casa con ellos dentro, la pequeña Mary ―con doce años recién cumplidos― ­se arrebujó en la cama bajo una colección de mantas de varios tamaños y colores para intentar desprenderse del pegajoso frío del cuerpo.

Pero en realidad no podía dormir, o deberíamos decir que no quería dormir. Estaba ansiosa y exultante porque sabía que esa fuerte lluvia sería su mejor aliada, una ayuda inestimable en la pesada y, en ocasiones, tediosa tarea que le esperaba al amanecer. A pesar de todo, no cambiaría su vida por nada del mundo ya que amaba el trabajo que venía haciendo desde hacía muchos años junto a su padre y su hermano mayor. Ocasiones como esta, en las que los elementos se conjuraban para verter sobre la tierra cantidades inimaginables de agua, eran en realidad las más idóneas para salir a pasear por la costa, martillo en mano, y tratar de devolver a la luz los testigos de un pasado remoto, los restos de los seres vivos que mucho tiempo atrás señorearon en ese mismo lugar y que se habían convertido en roca con el paso de los eones. Estaba convencida de que el día traería magníficas oportunidades, y con esa idea en mente, y la sensación de que su padre seguía junto a ella ―había fallecido dos años antes―, Mary cayó finalmente en un profundo sueño mecida por el rumor de las olas.

Y llegó el día. Llegó la mañana pero ningún rayo de luz se coló por las ventanas, y el cielo permanecía tan encapotado que se hacía difícil distinguir la línea del horizonte, dónde terminaba el mar y comenzaba el cielo. La grisácea monotonía sólo se quebraba por el sonido familiar del romper de las olas en la playa y en el acantilado.

―¡Joseph, rápido!, tenemos que salir cuanto antes para que nadie se nos adelante ―gritó Mary saltando de la cama y buscando ropa abrigada que ponerse― ¡Hoy va a ser un gran día!

―¿A qué tanta prisa? No ha dejado de llover en toda la noche y seguro que con este mal tiempo pocos serán los que quieran venir al pueblo ―protestó su hermano mientras se tapaba aún más con una gruesa manta― Tus piedras seguirán ahí mañana y pasado mañana y al día siguiente…

Acantilados de Lyme Regis

En realidad Mary no terminó de oír lo que su hermano pretendía decirle porque ya había salido de la habitación y bajaba rápidamente las escaleras al tiempo que llamaba a su perrito Tray para que saliera fuera con ella.

Lyme Regis, el pueblo donde vivían los Anning, había pasado por mejores momentos. En otro tiempo uno de los principales puertos de Inglaterra, había sufrido enormemente con el embargo comercial impuesto por las guerras que se libraban tanto en el continente contra Napoleón como en las colonias de ultramar contra Estados Unidos. En cualquier caso, Lyme había sabido sobreponerse al convertirse en un destino turístico que era visitado por ilustres personajes como la mismísima Jane Austen, quien plasmó el ambiente bucólico de la región en su novela Persuasión.

Pese a que había dejado de llover hacía poco, aún se palpaba y olía la humedad y el frío de la noche. El sol no conseguía despuntar a través de la gruesa capa de nubes pero a Mary no le afectaba, al contrario, eran el mejor presagio y lo sabía. Los acantilados se prolongaban durante muchos kilómetros a lo largo de la costa, una pared casi ininterrumpida de unos diez metros de alto que exponía claramente la disposición horizontal de los diferentes estratos, sucesivas capas de tierra y roca de diferentes grosores que mostraban, para quien sabía leer sus líneas, un detallado registro geológico así como el enorme lapso de tiempo comprimido en ellas. Estos acantilados habían brindado gran cantidad de fósiles que los hermanos Anning venían recogiendo desde hacía años junto a su padre. Una vez limpios los exhibían en un tenderete improvisado junto a la parada del carruaje que, cada cierto tiempo, dejaba grupos de turistas en la posada local, con la esperanza de venderlos a buen precio. Desde la muerte de su padre hacía dos años, los únicos ingresos de la familia provenían de la venta de estas curiosidades geológicas que no hacían sino atraer más curiosos a la costa.

Al poco rato de que Mary saliera de la casa, Joseph le dio alcance y se unió a ella y a Tray en la búsqueda de nuevos tesoros.

―Algo tiene que cambiar hermanita ―murmuró Joseph sin mirar a su hermana mientras caminaba y golpeaba el suelo con su bastón con punta de cobre.

―¿A qué te refieres?

―Estoy cansado de perder el tiempo recogiendo piedras para que nos den unos pocos peniques por ellas. Tengo tanto frío en los huesos que no recuerdo la última vez que pasé calor ―mientras se quejaba caminaba dando fuertes pisadas en un intento inútil de calentarse los pies.

Mary se detuvo en seco y miró fijamente a su hermano a los ojos.

―No te comprendo. Lo que hacemos no es ninguna pérdida de tiempo. ¿Es que ya te has olvidado de los buenos momentos que pasamos junto a padre recorriendo estas costas, todo lo que nos enseñó? Además ―añadió con un brillo repentino en la mirada― ¿no te das cuenta de que tenemos la oportunidad de rescatar del olvido el pasado? Yo tampoco quiero pasar el resto de mi vida vendiendo baratijas a los turistas, pero creo que si recuperamos y estudiamos estas “piedras” como tú las llamas, será como traer de nuevo a la vida los animales que vivieron hace muchísimo tiempo.

Mary no comprendía cómo era posible que alguien no sintiese curiosidad y fascinación por las maravillas que aguardaban en las rocas. A pesar de que no poseía una educación convencional (había aprendido a leer los domingos que asistía con sus padres a la iglesia congregacional) sabía que los fósiles eran vestigios de un pasado remoto, los restos olvidados por los hombres de antiguos seres que solo esperaban una nueva oportunidad de ver la luz. Y su tarea era precisamente esa, recuperarlos para estudiarlos y mostrarlos de nuevo al mundo.

―Yo lo único que digo ―continuó Joseph con su argumentación― es que en el telar necesitan ayuda. Me gustaría aprender un oficio donde trabajar sin pasarme el día tirado en el suelo revolviendo la tierra y calado hasta los huesos. Esta moda de los fósiles pasará y entonces no tendremos forma de llevar comida a casa.

Mary no prestó atención a sus últimas palabras, ensimismada como iba, y corrió adelantándose a su hermano. Habían llegado a un saliente de la costa donde se había producido un enorme desprendimiento de tierra. Una parte de la pared del acantilado se había desplomado sobre la playa, sin duda por la acción del torrente de agua caído durante la noche. Tray comenzó a trepar entre las rocas y Mary le siguió con cautela para no provocar un nuevo corrimiento de tierra. Cuando llegó a la cima y escuchó los ladridos de Tray apenas pudo contener un grito.

―¿Qué sucede?, ¿te has hecho daño? ―preguntó resoplando Joseph cuando finalmente pudo alcanzarla.

―Mira eso, te dije que hoy iba a ser un gran día.

Mary señalaba la parte baja del acantilado que quedaba al otro lado del desprendimiento. Parcialmente cubiertos de barro, y comprimidos entre varias rocas, asomaban unos enormes huesos fosilizados. De un color más oscuro que la roca circundante resaltaban con claridad y, a pesar de que todavía estaban enterrados en parte, se podían atisbar unas grandes vértebras que terminaban en lo que parecía ser la cola de un animal enorme. Con la emoción a flor de piel, los hermanos bajaron rápidamente mientras miraban extasiados el gran tamaño del esqueleto que habían descubierto.

―¡Es sorprendente! ―exclamó Mary con gran excitación― Tenemos que darnos prisa para terminar de desenterrarlo y vamos a necesitar mucha ayuda ―continuó mientras comenzaba a golpear los extremos del enorme bloque de piedra con su martillo.

―Iré a la cantera para que vengan a echarnos una mano ―apuntó Joseph mientras volvía a subir por donde habían venido― No podremos moverlo de aquí hasta que lo hayamos sacado por completo.

Ya sola y con tiempo para observar detenidamente, Mary se dio cuenta enseguida de que habían topado con algo muy importante. Golpeaba con el martillo con una delicadeza que sin duda sorprendería a cualquiera que no conociera el oficio, esa herramienta que le había fabricado su padre y sin la que no salía de casa. Viéndola ahí, en el suelo, apoyada con un brazo mientras con el otro manejaba el martillo uno se daba cuenta de que era muy buena en su trabajo, muy meticulosa y paciente, ya que sabía que un golpe en un lugar inadecuado o con más fuerza de la debida podía romper en pedazos aquellos testigos mudos atrapados en la piedra.

Esqueleto de ictiosauro

Después de muchas horas de duro trabajo, con la ropa totalmente empapada pero con una amplia sonrisa en el rostro, Mary pudo contemplar el hallazgo en su integridad. Ante sí tenía un esqueleto de más de cinco metros de largo, con dos grandes aletas en la parte delantera y otras más pequeñas donde comenzaba la cola. Por desgracia no conservaba la cabeza pero pensó rápidamente que el cráneo que su hermano había encontrado el año anterior encajaba perfectamente con este ejemplar, tanto por el tamaño como la ubicación. ¡Qué gran descubrimiento!

Dibujo del cráneo de ictiosauro hallado por Joseph Anning en 1810

Sin perder más tiempo tomó el papel y el lápiz que siempre llevaba consigo y comenzó a dibujar los restos con la mayor fidelidad posible. Mientras lo hacía no dejada de preguntarse cómo habría vivido este animal y cómo se habría alimentado para mantener un cuerpo tan enorme. Estaba claro por las aletas que era un animal marino, pero el cráneo que encontraron el año anterior mostraba unos dientes puntiagudos que sobresalían de la boca como los cocodrilos. ¿Podría respirar bajo el agua?, ¿caminaría sobre la tierra? Estas y muchas más preguntas no cesaron de abordarla, sabiendo con la certeza que sólo puede sentir alguien realmente apasionado por su trabajo, que pasaría el resto de su vida tratando de resolver todas esas incógnitas.

Post scriptum:

Mary Anning (1799-1847) tenía doce años cuando encontró el esqueleto casi completo de un ictiosaurio (cuyo cráneo descubrió su hermano Joseph un año antes), dedicando los siguientes treinta y cinco años de su vida desenterrando y analizando los fósiles de la región cercana a su casa de Lyme Regis.

Debido a su condición de mujer tuvo vetado el acceso a las instituciones científicas de la época, a pesar de que muchos artículos leídos ante la Sociedad Geológica describían sus trabajos pero sin mencionarla. Este injusto aislamiento académico no le desanimó a continuar con su labor investigadora, dibujando y diseccionando peces y sepias para comprender mejor la anatomía de los fósiles con los que trabajaba. Charles Lyell fue de los pocos científicos de la época (junto con William Buckland, Louis Agassiz y Roderick Murchinson) que reconoció y alabó su obra.

Joseph Anning, que pasó muchos años junto a su padre y su hermana buscando fósiles, se convirtió en tapicero en 1825, se casó y tuvo tres hijos.

Nota:

Todas las imágenes han sido tomadas de Wikimedia commons.

Esta entrada participa en el I Certamen de cuentos de ciencia organizado por el blog Cuantos y Cuerdas


12 thoughts on “La buscadora

  1. Es extraordinario, lo hubiese seguido leyendo durante horas, he visto a esa niña y a su hermano, he olido a mar y he sentido el paso del tiempo en las rocas del acantilado. Sabía que escribías de una forma espléndida pero esto se sale de escala. De verdad, es maravilloso. Mis más sinceras felicitaciones.
    Un beso,
    Laura


  2. He visto las costas y he sentido ese viento borrascoso. Sigo diciendo que estás por descubrir para muchos…Yo ya lo hice.


    • No sabes cómo me alegra que te haya gustado. Cuando supe la tarea que teníamos pendiente en el curso creí que no sería capaz de escribir ni dos líneas, pero lo cierto es que me he disfrutado bastante este primer intento. Tengo mucho que mejorar pero se ha abierto una puerta que no cerraré…


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