Carta al director El Correo. Falsa arqueología

El pasado día 19 de abril se publicó un artículo en la edición de Álava del diario El correo titulado “Hay muchos capítulos de la historia que están mal explicados”, firmado por Natxo Artundo. En él se explican las afirmaciones de muy dudosa veracidad de Francisco González, redactor jefe de la revista Año Cero, tras la publicación de su último libro “Arqueología imposible”.

Haz clic en la imagen para leerlo con mayor comodidad.

En la contraportada del libro escrito por el Sr. González podemos leer: 

¿Cómo es posible que encontremos construcciones semejantes en puntos tan alejados del planeta? Como si de un relato de detectives se tratara, el autor va descubriendo asombrosos vínculos entre los maestros constructores de la antigüedad. Escrito por uno de los investigadores más respetados en el ámbito de las civilizaciones desaparecidas, Arqueología Imposible desvela las claves ocultas tras algunos de los más insondables misterios de nuestro pasado.

Pues bien, decidí escribir una carta al director de dicho diario a fin de que fuera publicada, cosa que no sucedió. Por ello la reproduzco a continuación:

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Pseudoarqueología no, falsa arqueología (y II)

Esta anotación es la segunda y última parte de la versión escrita —y extendida— de la charla sobre ciencia, arqueología y pensamiento crítico que dí el pasado viernes dentro del segundo ciclo de charlas Hablando de Ciencia en Málaga.

(Puedes ver las diapositivas originales aquí)

Los constructores de montículos

Bajo el apelativo de cultura de los montículos o constructores de montículos (Mound builders en inglés) se engloban una serie de grupos étnicos, habitantes prehistóricos de América del Norte, que se caracterizaron por levantar enormes estructuras artificiales de tierra, con formas, tamaños y fines muy diversos (podemos destacar el uso ceremonial, residencial o de enterramiento). En ellos se han hallado gran cantidad de objetos ornamentales, herramientas y restos humanos.

Durante los siglos XVIII y XIX, al tiempo que se producía la expansión de la frontera de los Estados Unidos hacia la costa del océano Pacífico, los colonos se fueron topando con una cantidad cada vez mayor de estas estructuras, dando pie a numerosas teorías acerca de quienes habitaron esos lugares y cómo podían haber levantado esas impresionantes construcciones. Sin embargo, en algo se pusieron de acuerdo casi de inmediato: no podían ser obra de los nativos americanos —a pesar de que llevaban viviendo en aquellas tierras mucho tiempo antes de que ningún europeo soñara siquiera con llegar hasta allí—.

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Pseudoarqueología no, falsa arqueología (I)

Esta anotación es la versión escrita —y extendida— de la charla sobre ciencia, arqueología y pensamiento crítico que dí el pasado viernes dentro del segundo ciclo de charlas Hablando de Ciencia en Málaga.

(Puedes ver las diapositivas originales aquí)

¿Qué es la arqueología?

Aunque pueda parecernos raro, si preguntamos a un buen número personas qué hace un arqueólogo, todavía hay muchos que responden —casi sin dudar— con el ejemplo de Indiana Jones: un arqueólogo es un aventurero que busca templos ocultos en la selva y desentierra objetos de valor para exponerlos en un museo. Y aunque lo cierto es que Indiana Jones no era más que un caza tesoros, no hace mucho tiempo los arqueólogos actuaban exactamente de esa forma: el destino de gran parte de sus recursos y, por tanto, la dirección de sus investigaciones, estaban determinados por la demanda de los museos que necesitaban objetos para realizar exposiciones que atrajesen el interés del público.

Sin embargo, la arqueología moderna no tiene como objetivo desenterrar objetos para que acaben expuestos en una vitrina. Intenta reconstruir del modo más completo posible el comportamiento del hombre, las bases de su economía y su vida individual y social. De esta forma, la arqueología podría definirse como el método que estudia las diferentes culturas del pasado y su evolución mediante el análisis de los vestigios materiales que han dejado tras de sí.

Por este motivo se ha llegado a comparar la arqueología con el trabajo de un detective: trata de reconstruir las actividades de nuestros antepasados a partir de las huellas que dejaron, restos que tenemos que ser capaces de encontrar y analizar.

La mayoría de las evidencias que encontramos en los yacimientos son de tipo circunstancial, es decir, se trata de rastros incompletos y en demasiadas ocasiones, muy fragmentarios. Pero recurriendo a las ciencias naturales podemos obtener una información mucho más completa. Es decir, lo que el arqueólogo pueda aprender sobre el pasado dependerá en gran medida de la forma en que utilice los recursos que ponen a su disposición otras disciplinas científicas (como, por ejemplo, los análisis de ADN antiguo, estudios químicos de los suelos, polen y restos de fauna y flora etc.).

En definitiva, los arqueólogos modernos hacen gala del espíritu inquisitivo de la ciencia: ya no excavan solo para acumular datos, sino para resolver problemas. No se esfuerzan en excavar en monumentos solo porque sean visibles o llamativos, sino que tratan de recuperar las pruebas que necesitan para comprender mejor las sociedades del pasado, en cualquier sitio donde puedan encontrarse.

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El mapa de Vinlandia (y III)

Conclusiones y otras suposiciones

Con lo dicho hasta ahora, creo que la mayoría estará de acuerdo en que las pruebas científicas apuntan de forma clara y contundente —pese a algunas reticencias recalcitrantes— a que el mapa de Vinlandia es un dibujo realizado en el siglo XX sobre un pergamino del siglo XV. Por lo tanto, se trata de una mera falsificación.

Por mi parte, tras haber leído casi todo lo que se ha escrito sobre este tema apasionante, creo que también hay argumentos históricos suficientes que confirman, sino de forma fehaciente, sí al menos de forma indiciaria, que el mapa efectivamente nunca formó parte de un mismo volumen con la Relación tártara y el Speculum historiale, sino que se dibujó ex profeso. Llegados a este punto, la cuestión que deberíamos responder es la de la autoría, es decir, tratar de determinar quién o quienes llevaron a cabo esa falsificación y con qué motivos.

Como muchos investigadores han apuntado a lo largo de los años, esa persona (o grupo de personas) debía ser un excelente medievalista, documentalista y cartógrafo, para poder crear un mapa con la suficiente calidad como para que, a simple vista, muchos expertos no fueran capaces de distinguirlo de un original (a pesar de que presenta varios errores que otros sí supieron ver casi de inmediato, como ya hemos explicado).

Mapa de Skálholt. Descripción de Groenlandia y Vinlandia (1570) Cortesía de The Royal Library (Det Kongelige Bibliotek), The National Library (Nationalbibliotek) y Copenhagen University Library (Københavns Universitetsbibliotek). Noruega.

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El mapa de Vinlandia (II)

Análisis, contranálisis y otras controversias

Antes de exponer el trabajo desarrollado por el laboratorio de McCrone, es conveniente que nos detengamos un momento en los resultados de los análisis realizados por los especialistas del Museo Británico en 1967.

Arthur David Baynes-Cope, químico que trabajaba para la institución londinense, los hizo públicos en 1974 en una reunión monográfica en la que varios especialistas internacionales, junto con los autores de la monografía, expusieron sus puntos de vista. Baynes-Cope mencionó que, en lo tocante a la apariencia visual del mapa, el dibujo estaba muy descolorido y el pergamino tenía un aspecto “difuminado”, síntomas que apuntaban a un tratamiento químico para eliminar, posiblemente, rastros de una escritura anterior. Por otro lado, los famosos agujeros causados por los gusanos, que fueron uno de los aspectos determinantes que Skelton, Marston y Painter utilizaron para confirmar la autenticidad del conjunto documental, se habían cubierto burdamente colocando parches en la parte posterior del pergamino. Este tipo de intervención no era una práctica normal de restauración y, en cualquier caso, se comprobó que no se había actuado de la misma forma en los agujeros que presentaba tanto la Relación tártara como el Speculum historiale que, en cambio, permanecían a la vista.

Pero el tema se volvía más interesante cuando se examinaba el mapa bajo 10 aumentos (una técnica de lo más sencilla y accesible). El experto del Museo británico comprobó que tenía una estructura peculiar diferente tanto de la que presentaban los dos manuscritos que acompañaban al mapa, como de la utilizada en otros manuscritos del mismo periodo. La tinta del mapa no era de tipo ferrogálica (según se comprobó tras analizar las fotografías de infrarrojos) y, desde luego, no tenía la apariencia característica de una tinta ferrogálica desvanecida —oxidada— por el paso del tiempo. La confirmación vino tras colocar el mapa y los otros manuscritos bajo luz ultravioleta: los compuestos de hierro apagan la fluorescencia inducida por la luz ultravioleta y por esta razón, la tinta ferrogálica, de color marrón amarillento a la luz del día, aparece negra sobre un fondo fluorescente azulado. Las tintas utilizadas tanto en la Relación tártara como en el Speculum historiale mostraron este fenómeno, mientras que la tinta utilizada en el mapa no.

Los especialistas concluyeron que la hoja de pergamino era de la misma fecha que el papel de la Relación tártara. Igual de contundentes fueron al constatar que el pergamino había recibido un tratamiento químico de una naturaleza bastante agresiva, y que ninguna otra hoja del manuscrito había recibido el mismo trato. La puntilla vino al concluir que la tinta era diferente a cualquier otra tinta con la que se hubieran encontrado los investigadores en otros documentos medievales auténticos.

Todas estas cuestiones ensombrecían la autenticidad del mapa, con independencia de cualquier interpretación cartográfica o lo que pudieran apuntar las referencias bibliográficas. Era evidente que sólo un análisis químico en profundidad podía despejar cualquier atisbo de duda, ¿o no?. Los propietarios de la Universidad de Yale llegaron a esa conclusión y así tuvo lugar la intervención del laboratorio de Walter McCrone.

En el laboratorio de este reputado químico norteamericano se empleó microscopía por luz polarizada y difracción de rayos X para realizar un análisis detallado del mapa, tomando muestras de tinta en 29 lugares distintos. Los resultados revelaron que la línea de tinta, tanto la empleada al trazar el contorno del mapa como las leyendas, estaba compuesta de una línea base de color marrón amarillento relativamente gruesa cubierta escasamente con brillantes escamas negras. Esta imagen incitaba a pensar que hubo una segunda aplicación de tinta ya que la formación de escamas en más del 90 por ciento del recubrimiento negro y la consiguiente exposición de la línea de color marrón amarillento hacían que el conjunto diera la impresión de una tinta descolorida —oxidada—.

Los pigmentos de la tinta fueron identificados (gracias a la difracción de rayos X) como dióxido de titanio en forma de anatasa (TiO2) con carbonato de calcio en menor cantidad. Los cristales de anatasa tenían un tamaño uniformemente pequeño de 0,15 micras de media. McCrone indicó que aunque se podía encontrar anatasa en forma natural (algo bastante raro de por sí) casi siempre estaba asociada con hierro y manganeso. En cualquier caso, los restos hallados podían distinguirse de la anatasa natural por su forma redondeada y su uniformidad de tamaño. La anatasa del mapa de Vinlandia era un producto refinado, casi químicamente puro.

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