La mar


En el mar puedes hacerlo todo bien, ateniéndote a las normas, y aún así el mar te matará.  Pero si eres buen marino, al menos sabrás donde te encuentras en el momento de morir.

                El cazador de barcos.  Justin Scott.

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El mar ha atraído y cautivado al ser humano desde el comienzo de los tiempos.  Quizá se deba a que la misma vida tuvo origen en su seno.  Ya nuestros antepasados se atrevieron hace 75.000 años a conquistar sus dominios para alcanzar tierras que ni tan siquiera podían soñar.

Me encanta el mar.  Hasta me gusta su sabor.  Disfruto desde el momento mismo que comienzo a oler el salitre cerca del puerto, cuando pongo un pie en el barco y siento cómo se mece al son del oleaje y, cómo no, cuando suelto amarras.  Es una sensación única que todos deberíamos experimentar.  Es una catarsis.

Sin embargo, porque tanto lo amo, tanto más lo respeto.  Como en cualquier ámbito de nuestra vida, también hay estúpidos en el mar.  Y cada vez son más.  No hablo solo de aquellos que encuentran divertido lanzar por la borda toda clase de porquerías, de la contaminación creciente, de los daños ecológicos; me refiero también a aquellos que por el solo hecho de tener un “título oficial” ya se creen marinos.  Como en las películas.  De verdad, cuántos estúpidos hay en el mar, y cuántos incautos.

Cuando sucede una tragedia, cuando se pierden vidas, rápidamente oímos la palabra “accidente”.  Fue un accidente.  Acudimos a ella como un chaleco salvavidas, un parapeto con el que esconder nuestra ignorancia, estupidez o simple temeridad y cobardía.

El mar no traiciona porque no le debe nada a nadie.  El mar no es cruel.  Quien se acerca a sus dominios debe ser consciente de su papel, de sus limitaciones y de su responsabilidad para con el resto de tripulantes de su embarcación.

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En la oscuridad el viejo podía sentir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad.  Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano.  Sentía compasión por las aves, especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes.  ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad?  El mar es dulce y hermoso.  Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar.

Decía siempre la mar.  Así es como la llaman en español cuando la quieren.  A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer.  Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar.  Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o aun un enemigo.  Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo.  La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

                El viejo y el mar.  Ernest Hemingway.

No olvidemos lo poco importantes que somos para el mar.  Lo sabio que es. Sabe defenderse perfectamente y, desde luego, nos sobrevivirá a todos.  Amémoslo, respetémoslo y disfrutémoslo.

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Coy aspiraba la brisa con deleite, venteando la inminencia del mar abierto.  Desde la primera vez que pisó la cubierta de un barco, el momento de la partida le producía siempre una sensación de calma singular, muy próxima a la felicidad.  La tierra quedaba atrás, y todo cuanto podía necesitar viajaba con él a bordo, circunscrito a los estrechos límites de la embarcación.  En el mar, pensaba, los hombres viajan con la casa a cuestas, como la mochila de un explorador o la concha que se desplaza con el caracol.  Bastaban unos litros de gasóleo y aceite, unas velas y el viento adecuado, para que todo cuanto la tierra firme contenía se tornara superfluo, prescindible.  Voces, ruidos, gente, olores, tiranía del minutero del reloj dejaban aquí de tener sentido.  Frente a la presencia amenazadora y mágica del mar omnipresente, dolores, anhelos, vínculos sentimentales, odios y esperanzas se diluían en la estela, amortiguándose hasta parecer distantes, sin sentido, porque el mar volvía a los seres humanos egoístas y absortos en sí mismos.  Rumbo, viento, oleaje, posición, singladura, supervivencia: allí sólo esas palabras significaban algo.  Porque era cierto que la verdadera libertad, la única posible, la verdadera paz de Dios empezaba a cinco millas de la costa más cercana.

                La carta esférica.  Arturo Pérez-Reverte.


3 thoughts on “La mar

  1. Libre, puro, bondadoso, generoso, tenaz, ambición por el conocimiento, comprometido, serenidad, plenitud y finalmente la paz en el alma. Espíritu inquieto.
    Gracias por este fascinante tema.


  2. Parece telepatía…, ayer empecé a escribir sobre el mar, y solo dejé escrita una frase en el blog :P Me ha encantado leerte y me has dejado la tarea pendiente de leer a Hemingway. ¡Gracias!


    • ¿Podemos considerar la telepatía una pseudociencia? :D No, ya en serio, te leeré como siempre… y respecto a Hemingway, no dejes de leer esta obra, es un clásico de la literatura magnífico o, quizás, a pesar de serlo.


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