John F. Kennedy realizó un viaje en dos etapas en el mes de junio de 1961, tan sólo seis meses tras su toma de posesión como presidente de los Estados Unidos. Primero visitó la capital francesa para conversar con su homólogo Charles de Gaulle; para, a continuación, dirigirse a Viena para mantener una reunión con Nikita Kruschev. Su lista de temas a tratar estaba encabezada por la cuestión berlinesa.
Dwight D. Eisenhower, quien ocupó la presidencia después de Harry S. Truman, legaba a Kennedy el pecado de omisión que él mismo, siendo general y primer gobernador militar de Alemania, endosara a su sucesor Lucius Clay en 1945: haber renunciado a una garantía escrita donde los soviéticos reconocieran el derecho de las potencias occidentales sobre los accesos de Berlín. En Bonn, el canciller federal Konrad Adenauer sintió una gran preocupación, acuciado por el ultimátum lanzado por Kruschev en 1958 cuando, para detener la salida de la población de Alemania oriental, otorgó un plazo de 6 meses a las potencias occidentales para aceptar que Berlín occidental se convirtiera en una “ciudad libre” y por tanto, fuera de su control. En caso de una negativa, Moscú otorgaría a la RDA plena soberanía sobre el Berlín oriental y sobre los accesos a la ciudad. Ante esta amenaza, americanos, británicos y franceses hicieron peligrosas concesiones el 19 de junio de 1959 en la Conferencia de Ginebra: aprobaron el control del tránsito aliado hacia Berlín por la Policía popular (policía de la RDA) mientras los accesos estuviesen abiertos al tráfico, la reducción de los contingentes militares occidentales en Berlín, la limitación de su armamento al tipo convencional (no atómico), y la supresión de los medios propagandísticos (RIAS).
Hay que mencionar que en el mes de septiembre de 1961, la República Federal iba a elegir un nuevo Parlamento, por lo que la incertidumbre respecto a la actitud americana en Berlín iba a influir necesariamente en el curso de las elecciones y podría, incluso, entregar las riendas gubernamentales al SPD. En este estado de cosas, De Gaulle –que había sido elegido presidente de la República Francesa el 8 de enero de 1959- prometió ayuda y aliento a su amigo Adenauer y lo hizo de una forma particular: dos días antes de que Kennedy recalara en París antes de llegar a Viena, la edición parisiense del New York Herald Tribune publicó la siguiente noticia: “el presidente De Gaulle preguntará esta semana al presidente John F. Kennedy si los Estados Unidos están dispuestos a emprender una guerra por Berlín; asimismo, anunciará que Francia está presta para una prueba de fuerza con los soviéticos”.
En realidad este desafío era absurdo ya que Francia tenía desplegadas únicamente dos divisiones equipadas en el continente, y justamente por aquellos días sus más prestigiosos generales, participantes en el levantamiento de Argelia, comparecían acusados de alta traición ante los tribunales.
Finalmente, quizá movido por la situación creada, Kennedy ratificó un curso de acción a cuyo fin contribuirían los Estados Unidos con más resolución que todos los gabinetes europeos juntos, una garantía que sólo podían dar ellos: la defensa de Berlín.
En Viena, los líderes de las dos principales potencias mundiales se reunieron en la embajada soviética. Kruschev inició la conversación animadamente, pero sin acaloramiento: la situación alemana era intolerable. Habían transcurrido 16 años desde la guerra y no existía ningún tratado de paz. Mientras tanto, Alemania occidental emprendía el rearme y ocupaba una posición predominante dentro de la OTAN, por ello se cernía una tercera guerra mundial. Según su opinión, los únicos interesados en diferir el tratado de paz eran los militaristas alemanes occidentales, pero él quería llegar a un acuerdo con Occidente sobre ese tratado. Si los Estados Unidos no quisieran colaborar, Moscú firmaría solo el documento con la RDA, así se pondría fin al estado de guerra y desaparecerían todos los derechos y obligaciones inherentes a la ocupación, incluido el derecho de los aliados occidentales sobre el empleo de las vías hacia Berlín occidental. Por consiguiente, Berlín sería una “ciudad libre”. De esta forma, las potencias occidentales deberían negociar con el gobierno de la RDA para regularizar sus visitas a la ciudad. Bajo ciertas condiciones podrían estacionar tropas en Berlín occidental… pero acompañadas por las fuerzas armadas soviéticas.
Kruschev era de la opinión de que el acuerdo que había puesto fin al bloqueo de Berlín de 1948-1949 era injusto. Sostenía que el mundo occidental se las había arreglado para explotar la tensión originada por el bloqueo, y para imponer condiciones a Alemania oriental que resultaban mucho más restrictivas que las acordadas en el convenio de Postdam.
Kennedy respondió que Berlín constituía un problema vital para los Estados Unidos (los ejércitos norteamericanos se habían abierto paso hasta Berlín con las armas, resultando un importante número de pérdidas de vidas), por lo que si se dejaban expulsar de la ciudad, el mundo atribuiría a todas las promesas y obligaciones americanas el valor del papel mojado. Entonces se acaloró el jefe del Kremlin : “Una vez concluido el tratado de paz, no reconoceré jamás, bajo ningún concepto, los derechos americanos en Berlín occidental”. Kennedy repuso sin alterarse: “No he ocupado mi cargo para aceptar reglamentaciones totalmente incompatibles con los intereses americanos”.
Tras la cena, mantuvieron una última conversación en la que Kennedy afirmó que los Estados Unidos no podían ni querían impedir que la Unión Soviética hiciera cuanto estimase conveniente en su esfera de influencia, ahora bien, si Moscú atentara contra Berlín occidental y sus vías de comunicación, dañaría los intereses y derechos de los Estados Unidos, y ellos no podrían aceptar tal cosa. Kruschev repuso que si una vez firmado el tratado con la RDA, el presidente insistiera en los derechos de ocupación y vulnerara las fronteras de Alemania oriental, se respondería a la fuerza con la fuerza.
-Yo deseo la paz –afirmó Kruschev-. Si a pesar de todo, usted prefiere la guerra, eso es cosa suya.
-Es usted, y no yo, quien quiere introducir modificaciones –respondió Kennedy.
-Guerra o paz… la respuesta está en su mano. En diciembre se firmará el tratado con la RDA.
Con expresiones glaciales, los jefes de los colosos atómicos abandonaron la embajada.
Kennedy emprendió el regreso con un memorándum donde Kruschev había precisado sus condiciones: desmilitarizar el Berlín occidental para su conversión en una ciudad libre, es decir, desprovista de la protección occidental. Una de dos: o las potencias beligerantes firman un tratado de paz con ambos gobiernos germanos, o la Unión Soviética lo hará unilateralmente con la RDA. En el Berlín occidental, enclavado en el territorio de la RDA, deben prescribir los derechos de ocupación. Contingentes militares simbólicos de las tres potencias occidentales podrán estacionarse en Berlín, siempre y cuando los acompañen tropas soviéticas. Se debe fomentar entre los alemanes la necesidad de unirse para formar una parte contratante del tratado. En este documento, el gobierno soviético dio un plazo de seis meses, aunque fijando el mes de diciembre de 1961 como término improrrogable.
Desde Viena se dirigió a Bonn Foy Kohler, encargado del departamento “Europa” dentro del Departamento de Estado norteamericano, para presentar al canciller federal, Konrad Adenauer, una copia del documento soviético sobre las cuestiones alemana y berlinesa. Kennedy deseaba saber si el jefe del estado alemán aceptaría un encargo de América, Francia e Inglaterra, consistente en ponerse en contacto con el gobierno de la RDA para acordar antes de seis meses una postura común sobre el tratado de paz. Al mismo tiempo, Moscú sugeriría esa conversación entre alemanes al Berlín oriental. Si Bonn no quisiera establecer contacto con Walter Ulbricht (presidente del Consejo de la RDA), se podrían firmar tratados de paz bilaterales, es decir, Occidente-Bonn por un lado, y Moscú-Berlín oriental por otro. Caso de rechazarse también esta propuesta, se podía tener la seguridad de que el Kremlin firmaría por su cuenta el tratado con la RDA.
Kohler había preparado un informe para Kennedy donde sostenía que los soviéticos no escenificarían una crisis sobre Berlín hacia fines de 1961, sino en el mes de agosto. El porque de esta fecha tenía que ver con Kruschev, que necesitaba acrecentar su prestigio para la XXII Asamblea del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) el 17 de octubre. De otro lado, los comicios electorales de la República Federal, señalados para mediados de julio, desempeñaban también un destacado papel en el plan cronológico soviético.
En la República Federal se observó cómo se desplazaban los acentos en la política mundial desde el ultimátum de Kruschev planteado el mes de noviembre de 1958 para hacer de Berlín occidental una “ciudad libre”. Al parecer, Berlín oriental y la RDA habían roto ya toda relación con el Occidente, rescindiendo por tanto las obligaciones anejas al acuerdo de Postdam, así como los pactos de la República Federal, aquellos inicios aprovechables para una futura unificación.
Debemos señalar que en el mes de enero de 1961, el embajador soviético en Berlín oriental, Mijail Fervujin había hecho saber a Ulbricht que el proyecto de “ciudad libre” de Berlín se conservaba aún en hielo. Era preciso aplazar nuevamente el término asignado (abril de 1961) para la firma del tratado bilateral entre Moscú y Berlín oriental. Kruschev quería averiguar primero cómo evolucionarían sus relaciones con el nuevo presidente estadounidense, quién había ocupado el cargo hacía poco tiempo como hemos visto.
A mediados de mayo, los aliados de la OTAN volvieron a hacer patente su desinterés por el Berlín oriental. Durante la Asamblea de Oslo formularon los tres puntos esenciales que estaban dispuestos a defender: la presencia de las tropas aliadas en el Berlín occidental, accesos a la ciudad para los aliados y viabilidad para la población berlinesa occidental. No se mencionó el Berlín oriental, dando a entender que caía dentro de la órbita soviética y que, por tanto, no tenían derecho a inmiscuirse.
En el Departamento de Estado norteamericano se había creado el “grupo de estudios Berlín” (Berlín Task Force) que estaba “de guardia” las veinticuatro horas. Hacia principios del mes de junio se había elaborado un informe para responder a una pregunta: ¿podría conducir realmente la crisis de Berlín a una guerra?. La respuesta fue tajante y clara: “Sí”. Por su parte, el secretario de defensa McNamara detalló los planes secretos de la OTAN para afrontar un posible conflicto sobre Berlín: caso de que los soviéticos negasen el acceso a las potencias occidentales, se concentrarían en la frontera zonal tropas de la OTAN y, entre ellas, también algunas unidades del ejército de la República Federal. Un grupo de combate ocuparía seguidamente el punto de control de la RDA en Marienborn, junto con toda la zona circundante, tras lo cual se avanzaría por la autopista camino de Berlín. Al mismo tiempo, Washington, Londres y París exigirían tajantemente al gobierno soviético que despejara el camino a Berlín y levantara el bloqueo. Si las tropas rusas o alemanas orientales ofrecieran resistencia, los aliados emplearían armas atómicas tácticas, puesto que eran inferiores al Este en armamento convencional. El ex Secretario de Estado Dean Acheson apoyó este plan respaldándolo con un análisis político según el cual la Unión Soviética no buscaba Berlín, sino un tanteo de fuerzas y la humillación americana. Si Kruschev se sintiera suficientemente fuerte intentaría quebrantar la voluntad de occidente ante un mundo expectante. A decir verdad, el Occidente carecía de unidad ya que los aliados estaban divididos, y de los países neutrales no cabía esperar el menor apoyo. Puesto que las fuerzas de tierra estadounidenses eran inferiores a las del bloque oriental, Estados Unidos tendría solamente una alternativa para impresionar y frenar a Kruschev: la bomba atómica.
A las tesis de McNamara y Acheson, el presidente opuso su antítesis: la voluntad americana de defensa debe ser convincente. Mientras que los Estados Unidos se apoyen exclusivamente en la bomba atómica, los soviéticos desestimarán la resolución occidental de luchar por Berlín y defender adecuadamente ese puesto avanzado. Sólo se les puede convencer mediante el refuerzo de las unidades convencionales en Europa. Éstas deben tener potencia suficiente para atajar la ocupación de Berlín occidental por los soldados alemanes orientales.
En contra de esta argumentación, Acheson opuso, según lo anotó Sorensen (consejero de Kennedy) que Kruschev sólo se intimidaría cuando tuviese la certeza de que los Estados Unidos desencadenarían una guerra atómica por Berlín si fuera necesario. Propuso que se decretara inmediatamente el “estado de emergencia nacional”, así los soviéticos no pondrían en duda que Estados Unidos hablaba con seriedad sobre Berlín. El presidente se opuso. Era mejor esperar a que Moscú concertara un tratado de paz con Ulbricht y atentara de verdad contra los accesos de Berlín para tomar en ese caso una decisión definitiva. Los partidarios del curso inflexible (“halcones”) se enfrentaron en Washington con los defensores del caminar pausado (“palomas”), anticipando el curso futuro de numerosas situaciones.
Los especialistas en el Kremlin, como el embajador americano en Moscú Thompson, y su predecesor Harriman, aconsejaron que se procurara impresionar a los soviéticos mediante acciones rotundas, pero espaciadas que, además, no hiciesen cundir el pánico entre los aliados. Sorensen apuntó: “según otros asesores, la fanfarria bélica sembraría tal vez el desconcierto entre los soviéticos obligándoles a hacer, por su parte, una enérgica declaración y a adoptar medidas militares para endurecer su postura negociadora”.
El 19 de julio a las 16.00 horas, Kennedy convocó en la sala de conferencias de la Casa Blanca al Consejo Nacional de Seguridad y anunció su decisión: se elevaría el presupuesto militar a 3.200 millones de dólares, se movilizaría a los reservistas, y se proclamaría el estado de alarma en Berlín occidental. Los Estados Unidos seguirían dispuestos a negociar con Moscú, pero cuadrándose en posición militar.
Entre soviéticos y americanos se enfriaron las relaciones. Ambas potencias estuvieron a punto de la movilización general. Kruschev suspendió el licenciamiento ya previsto de 1,2 millones de soldados. El presupuesto militar soviético se incrementó en un tercio y alrededor de Berlín se concentraron unidades soviéticas y alemanas orientales (sumando un total de 67.500 soldados). El Pentágono dispuso que se reforzara el ejército hasta su contingente máximo de 1 millón de soldados, se enviaron 3.500 de ellos a Europa por vía aérea para compensar, al menos simbólicamente, la superioridad del Este (165 divisiones del Pacto de Varsovia, frente a 49 divisiones de la OTAN).
Esta situación de tensa espera era vivida por la población alemana con creciente inquietud. En los campamentos berlineses de tránsito –lugares destinados a recibir los refugiados que escapaban de la RDA- aumentaron las cifras de fugitivos. Solamente entre los meses de junio y julio de 1961 llegaron 50.000 evadidos. Entonces cundió un rumor por la RDA: Ulbricht cerrará pronto la puerta hacia el Oeste. Esta amenaza no hizo sino aumentar la intensidad de la huída.
Este movimiento de evasión preocupó a Kennedy. Según la CIA, los asuntos estaban al rojo vivo en la RDA, el movimiento de evasión era cada vez mayor y no se excluía la posibilidad de un nuevo levantamiento (recordemos que el 18 de junio de 1953, las tropas soviéticas tuvieron que reprimir violentos disturbios iniciados dos días antes, cuando se decidió el aumento de un 10% de las cuotas de producción impuesto a los obreros de la construcción. El saldo fue de 21 muertos, 187 heridos y 1.200 detenidos). En Alemania, el servicio secreto federal, bajo la dirección de Reinhard Gehlen, compartía la misma opinión. Éste previno al canciller, y la embajada de Estados Unidos en Bonn informó al Departamento de Estado.
El temor de que Estados Unidos pudiera verse envuelto en una guerra con la Unión Soviética a causa de los fugitivos alemanes indujo al senador William Fullbright, presidente de la Comisión de Política Exterior del Senado norteamericano a favorecer los deseos de Kruschev y de Ulbricht. En un discurso televisado el 30 de julio, Fullbright declaró: “Me parece incomprensible que los alemanes orientales no hayan cerrado todavía sus fronteras; tienen pleno derecho a hacerlo, creo yo. Nosotros sin embargo, no tenemos derecho a pedirles que autoricen la salida de los fugitivos”. Cuando se solicitó del presidente su opinión sobre las manifestaciones del senador, Kennedy no lo contradijo: “Nada puedo decir sobre el cierre de las fronteras zonales propuesto por Fullbright. El gobierno no está interesado en ese problema”. Más contemporización.
El editor alemán Axel Springer confesó a Ed Murrow que se acusaba de no haber intervenido con la diligencia necesaria para evitar el genocidio de 6 millones de judíos y los subsiguientes cargos contra el pueblo alemán. Ahora no quería tener que reprocharse otra vez su tardía denuncia de una segunda matanza: “Si los soviéticos echan las compuertas, tendremos una nueva Hungría en la RDA; y el Occidente mirará para otro lado como hizo ya en 1956”. Springer repitió la advertencia que había hecho llegar al presidente del Parlamento alemán Gerstenmaier: “El alambre de espino dividirá Alemania en dos, y quien pretenda huir será abatido a tiros sobre la alambrada”.
Precisamente por estas fechas (abril de 1961) Kennedy había tomado la nefasta decisión de autorizar la invasión de Cuba por los exiliados cubanos. Sin el apoyo aéreo estadounidense, que el presidente creyó obligado negarles, los rebeldes sucumbieron luchando contra Castro en la bahía de Cochinos. Kennedy se consideró responsable de la matanza –no sin razón- y no quiso dejarse arrastrar hacia un nuevo desastre, máxime cuando esta vez podría conducir al enfrentamiento con una potencia universal. El presidente sólo temía una cosa: provocar una guerra nuclear por una decisión incorrecta.
La situación de los desplazados había sido tratada por la comisión planificadora estatal de la RDA. En el mes de febrero se le expuso a Ulbricht el balance de fugas correspondiente al año 1960: 199.188 ciudadanos, estudiantes, obreros y campesinos se habían escapado (de estos, 151.291 lo había hecho por los límites entre sectores hacia el Berlín occidental, y el resto a través de la frontera zonal). La cuestión que se planteaba el presidente de la RDA era cómo podía evitar la emigración de los ciudadanos y su captación por los agentes occidentales, aun cuando el camarada Kruschev desease aplazar la regulación del problema del Berlín occidental (como hemos apuntado, quería esperar conocer a Kennedy para saber cómo reaccionaría).
El 29 de marzo de 1961, a las 9.00 de la mañana, se reunieron en el Kremlin los Jefes de Gobierno y del Partido Comunista de la RDA, Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Checoslovaquia y la Unión Soviética (integrantes del Pacto de Varsovia). Todos los participantes llevaron a sus economistas dado que la cuestión a debatir tenía que ver con el hecho de que los planes económicos de la RDA no podrían materializarse por falta de fuerza laboral, y el Berlín oriental demoraría sus exportaciones a los países del Pacto de Varsovia, perjudicando con ello la labor de consolidación en el “campo socialista”. El jefe del partido comunista polaco Wladislaw Gomulka quiso saber cómo pensaba contenerse la evasión. Ulbricht respondió textualmente: “La pregunta del camarada Gomulka tiene exclusivamente una respuesta, sólo podremos evitar las graves mermas de nuestra producción planificada mediante la rigurosa incomunicación del Berlín occidental con nuestra capital y la RDA. Es preciso taponar los escapes del Berlín occidental con barreras, centinelas de nuestros cuerpos armados fronterizos y, tal vez, también alambradas”. Tras una votación de la propuesta, se rechazó con el único voto a favor del propio Ulbricht.
En la primera mitad de 1961, más de 100.000 alemanes orientales escaparon de la RDA, figurando entre ellos muchos especialistas insustituibles de la industria. En el mes de junio Moscú reaccionó militarmente. Con el pretexto de equilibrar los refuerzos americanos enviados a Europa, el alto mando soviético destacó nuevas formaciones militares en Polonia, mientras que otras unidades armadas se situaron en viaductos, centrales eléctricas, embalses y almacenes de la RDA.
En julio, John McCloy, nombrado alto comisario estadounidense en Alemania, se encontraba de viaje con su familia recorriendo la Unión Soviética y mantuvo un encuentro con Kruschev en su dacha del mar Negro. Allí, el mandatario soviético expuso al americano su mayor preocupación: la huída masiva desde la RDA, que preconizaba le riesgo de un levantamiento y el subsiguiente ataque alemán occidental contra la RDA. McCloy intentó disipar las preocupaciones de su anfitrión: Alemania occidental se hallaba bajo la supervisión estadounidense y encuadrada en la OTAN por lo que Bonn no podía desencadenar unilateralmente una guerra. Tras su vuelta a Estados Unidos, Kennedy escuchó la crónica de este viaje y comentó: “Yo puedo hacer intervenir a la OTAN si Kruschev realiza alguna maniobra contra Berlín occidental, pero no si limita su acción al Berlín oriental”.
De nuevo en agosto, Kruschev convocó una otra reunión en el Kremlin con los miembros del Pacto de Varsovia: “Ha llegado el momento de auxiliar al camarada Ulbricht para que pueda salvar sus presentes dificultades. Los países del sistema federativo de Varsovia deben señalar con un solo dedo a los “revanchistas y conquistadores” de Alemania occidental. Por ello, propongo que esas fronteras herméticas y guarnecidas de la RDA no sean una responsabilidad exclusiva de su Gobierno y de la URSS. Tras esa acción deberían figurar los siete confederados”. De esta forma, Ulbricht consiguió su autorización para edificar el muro, y desde ese momento se ocupo únicamente de los detalles. Sus militares expertos habían llegado a la conclusión de que una alambrada –como se determinó en un principio- no sería suficiente para asegurar la frontera. Su sugerencia fue construir un muro a lo largo de 46 kilómetros, la longitud de la línea divisoria entre los sectores berlineses. Pese a todo, Kruschev sugirió una fórmula de compromiso: aplazar la construcción definitiva de las defensas fronterizas hasta que se supiera a ciencia cierta cómo se comportaría el mundo occidental. En una primera etapa se debería adoptar cada medida con la mayor elasticidad posible para que el Este pudiera reaccionar con movilidad si el Oeste –contra todo lo esperado- se mostrara agresivo frente a la RDA.
El líder soviético hizo llamar al mariscal Iván Stepánovich Kóniev y le entregó sus órdenes: levantar las barreras fronterizas en Berlín con equipos de la RDA; en caso de una acometida occidental, desplazar dos veces unos cien metros hacia Berlín oriental las barreras y los destacamentos de seguridad de la RDA; y si se acentuara la penetración de los contingentes occidentales hacia Berlín oriental, hacer entrar en posición a las fuerzas armadas soviéticas. La suerte estaba echada.